miércoles, 30 de enero de 2008

¡¡AHORA!! ¡VIVE!



Tiempo...tiempo. Mañana...ansiedad. Ayer...culpa...miedo. Hoy...luego...después...miedo. AHORA!! VIVE!!

Este cartel estaba en un escaparate de Paramita en Barcelona y me infundió una energía super buena cuando lo ví. Así que espero que os llegue ese positivismo.

martes, 29 de enero de 2008

Paranoias en período de exámenes


La verdad es que tantas horas de estudio no tienen que ser buenas para la salud mental. Y aquí está la prueba de ello.


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Prfa. Carmen Mtnez. Mtnez.: Y comenzó así la "Huelga de los Frigoríficos" en Argentina.
Christian Supiot: ¿..? ¿Ha dicho huelga de los frigoríficos?
Milady: Sí.(Espatarrada de la risa con toda la clase mirando, incluída la profesora) ¿Oye cómo se escribe frigorífico?
Christian Supiot: (Mirando en plan, esta chica tiene un problema) ¿Qué?
Milady: Da igual dejo el hueco y luego lo pongo. Es que me pongo a pensar en la pirólisis y no me sale escribir frigorífico.
Nacho: (Un rato después cuando Christian le ha contado la anécdota)Pues a ver puesto Huelga de las neveras.

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Prfa. Carmen Martínez Martínez: Y los franceses regalaron a Brasil el Cristo Redentor de Corcovado.
Christian Supiot: Qué manía tienen los franceses de regalar mamotretos para que los americanos pongan en las bahías.

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Curryta: Hay ojos que se enamoran de legañas.


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Nacho: A ver si vais a perder el bus.
Milady: Pues con las ganas que tengo de llegar a casa aunque sea voy en piraña* por el Esgueva.

*Sí, con piraña me refería a piragua

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Sí no fuera por estos ratos paranoicos, la vida estudiantil en febrero sería muy triste.


Nota: La propietaria de este blog no es responsable de la lástima que puedan ocasionar las frases o los protagonistas de las situaciones narradas anteriormente.

viernes, 25 de enero de 2008

Viajando por Malta

Desde Vitoria, Ra me ha dejado un pequeño espacio en su genial blog Viajando por el mundo, para que cuente un poco que destaco de mi viaje a Malta. Conozco el blog de Ra desde que empecé en mi andadura en Blogger y la verdad siempre me ha parecido uno de los blogs más interesantes, porque sin moverte del sillón puedes conocer lugares de todos los continentes, gracias a que él es un gran viajero y conocedor de muchos lugares y gracias a también a las aportaciones de los que, aún sabiendo muchas cosas menos que él de este gran mundo que es el nuestro, nos atrevemos a relatar nuestras experiencias. Así que dar las gracias a Ra, por ese hueco que me ha dejado en su blog y no dejéis de pasar por su club de viajes.

martes, 22 de enero de 2008

Abrazos


Todos necesitamos un abrazo de vez en cuando. Desde luego, el mundo iría mucho mejor si en vez de pelearnos tanto, nos dieramos más achuchones.

sábado, 19 de enero de 2008

Próxima estación: Egipto


Día 10 de Marzo de 2008

19.01.2007

Me contaron que volaste, que te fundiste con el viento, que te perdiste entre las flores, que duermes dulcemente en el regazo de las nubes. Pero yo te siento sobre mi hombro, asomado a mi vida; me cuidas, me proteges y me aconsejas, como siempre hacías.

jueves, 17 de enero de 2008

Cuadernos Rubio

Leyendo los apuntes, para ir haciendo esquemas en estas semanas previas de agobios generales (aquí, en Venezuela y supongo que en el resto del mundo), me estoy dando cuenta de lo mal que escribo desde que estoy en la carrera. Mi caligrafía redondita y muy legible, la que me acompaño en mi época de instituto, se debió de quedar en primero de carrera, en alguna de esas asignaturas infernales (Prehispánica o Antigua de España) donde cogíamos apuntes a velocidad récord. Así que cómo cuando empecé a escribir, volveré a sacar los cuadernos Rubio y empezaré a unir puntos, para luego poder entenderme a mi misma. Lo único que me consuela es que al resto de mis compañeros (y sin embargo, amigos) les está pasando lo mismo. Aunque ya se sabe, "mal de muchos,...".

sábado, 12 de enero de 2008

Los amantes del Guggenheim

En estos días de lluvia muchas veces me acuerdo de Bilbao. Siempre que voy a Bilbao, llueve, aunque sea verano. Me he dado cuenta de que hace algo más de 2 años y medio que no voy. Me encantaría estar ahora allí, dando una vuelta por el Arenal o en el Casco. Y me he acordado de este relato de Isabel Allende, que transcurre allí.




Los amantes del Guggenheim

Un vigilante nocturno encontró a los amantes durmiendo en un nudo de brazos y cabellos, envueltos en la espuma de un arruinado vestido de novia, en una de las salas del Museo Guggenheim en Bilbao. Eran las cinco de la madrugada, tal como sostuvieron primero el vigilante y luego los policías. El detective Aitor Larramendi agregó en su informe que regadas por todo el edificio había señales inconfundibles de una bacanal. Aunque jamás había asistido a una —hecho que secretamente lamentaba— su experiencia en toda suerte de vicios humanos le permitía detectar las huellas sin asomo de duda. La forma en que la atrevida pareja penetró al museo y permaneció allí, nunca quedó clara; los detenidos aseguraron haber pasado la noche adentro, pero los indignados guardias juran hasta hoy que eso es imposible, ya que ellos rondan sin descanso. Además, explicaron, las cámaras de televisión espían hasta el último pensamiento y las alarmas infrarrojas se disparan a la menor provocación.
El museo está provisto de ojos mágicos que al parpadear activan una bullaranga de fin de mundo, alertando a la policía, a los bomberos y al director, hombre de constitución nerviosa, agobiado por el peso de la responsabilidad. Ni una cucaracha pasa desapercibida en el Guggenheim, aseguran los expertos en seguridad, mucho menos un par de locos explosivos como aquella pareja.
—Yo no vi un alma en toda la noche—dijo la muchacha cuando recuperó el entendimiento en una clínica de rehabilitación, once horas más tarde.
Se la habían llevado los paramédicos en una camilla, cubierta como un cadáver, pero todos pudieron vislumbrar las formas de su cuerpo bajo la sábana. Por el suelo arrastraba la cola del vestido de velos y el cabello oscuro de sirena.Entre tanto dos uniformados condujeron al muchacho, desnudo y esposado, a un carro policial. Los testigos quedaron conmovidos y envidiosos.
—De vigilantes, nada, hombre. Esos tíos estarían jugando cartas o mirando la televisión. Medio mundo estaba anoche frente a la tele, por el escándalo del Papa ¿sabe? Ella y yo anduvimos por todas partes persiguiéndonos como conejos, yo tal como mi madre me echó al mundo y ella siempre con su vestido de novia, porque no pude desabrocharle esos botoncitos de pulga —corroboró más tarde el joven, detenido en el cuartel de policía.
El detective Larramendi recuperó las flores marchitas del ramo nupcial, que se hallaban desparramadas en los diversos pisos. Las rosas, que fueran blancas en su estado virginal, yacían por los suelos de mármol convertidas en amarillentos moluscos, impregnando el aire del Guggenheim con un olor imposible a tumba de cortesana. El vestido con sus doce metros de gasa translúcida, que nuevo debe haber sido una nube prisionera entre las costuras, estaba reducido a una piltrafa mancillada por las huellas inconfundibles del amor. La falda y la enagua de tres vuelos habían servido de almohada y la cola de reina había barrido un sesenta y seis por ciento de los suelos de mármol, como precisó el detective después de concienzudo examen.
Larramendi, bien apodado «el mastín de Bilbao», es un hombre que inspira respeto con su metro cincuenta y cinco de estatura, su esqueleto de lagartija y su enorme bigote de morsa pegado en la cara como una humorada de peluquero. El mismo funcionario encontró jirones de organza, cabellos ensortijados y restos de fluidos corporales. Con su instinto de sabueso pudo percibir el recuerdo de las caricias, los estremecimientos y los susurros de los sospechosos, que flotaban en el aire detenido del museo desde la entrada hasta la última sala del fondo a la derecha, pero no pudo hallar una sola botella vacía, corcho olvidado, colilla de marihuana o aguja de heroína, a pesar de su legendaria capacidad para descubrir rastros de culpabilidad donde no los hay. Larramendi no logró probar, por lo tanto, que los detenidos hubieran violado el reglamento del museo en ese respecto. La muchacha del vestido de novia debió haberse embriagado antes de penetrar al recinto, dedujo magistralmente el detective. En cuanto al hombre que estaba con ella, al examinarlo sólo encontraron rastros mínimos de marihuana en la orina.
Como el reglamento del museo no se refiere específicamente a la fornicación en ninguna de sus variantes, la justicia sólo podía castigar a la pareja por permanecer dentro del edificio después de la hora del cierre, un delito menor, teniendo en cuenta que aparte de ensuciar un poco los pisos, no hicieron daño; al contrario, según testimonio de los empleados, al día siguiente todo resplandecía como bañado de luz solar, aunque afuera seguía lloviendo sin tregua. Había llovido la semana entera.
—Por eso entramos, por la lluvia —dijo la muchacha— A mí la humedad me encrespa mucho el pelo.
—¿Por qué ibas vestida de novia? —la interrogó Aitor Larramendi.
—Porque no tuve tiempo de cambiarme.
—¿Dónde se casaron?
—¿Quienes?
—Tú y Pedro Berastegui —masculló el policía, haciendo un tremendo esfuerzo por permanecer calmado.
—Y ése ¿quién es?
—¡Quién va a ser, mujer! Tu marido o tu novio, en fin, el tipo que estaba contigo en el museo.
—¿Se llama Pedro? Bonito nombre. Es un nombre muy viril... ¿no le parece, inspector?
— Volvamos al principio.¿Dónde y cuándo se conocieron?
—No me acuerdo, Las copas no me sientan bien a la cabeza, me tomo dos y me pongo como boba.
—Eso es evidente. Estabas completamente intoxicada.
—De amor..
.—De amor dices, pero no sabes con quién estabas jodiendo en el museo.
—Ni idea.
—¿Cómo entraron?
—Por la puerta, claro.
—O sea, se introdujeron al establecimiento a la hora en que aún estaba abierto al público.
—No, ya estaba cerrado, me parece...
En su testimonio Pedro Berastegui, el afortunado joven a quien la prensa llamó "el mago del amor", aseguró también que el museo parecía cerrado, pero ellos no tuvieron problema alguno para entrar, empujaron las puertas y éstas cedieron blandamente. Adentro reinaba una suave penumbra y la calefacción debía estar encendida, porque en ningún momento tuvieron frío, aseguró.
—Es por las obras de arte, debemos mantenerlas a temperatura y humedad constantes —explicó el extenuado director del museo a Larramendi, y agregó que los acusados no podían haber ingresado al edificio como decían, porque a las cinco y cuarto en punto las puertas se trancan a machote con un sistema electrónico.
—Entramos sin problemas —repitió Pedro por centésima vez, fiel a su primera versión.
—¿Y qué pasó entonces? —inquirió Larramendi.
—¿Pretende que le cuente los detalles, inspector? Amarnos toda la noche, eso es lo que hicimos.
—¿Dónde y cuándo conociste a Elena Etxebarría?
—¡Con que así se llama! Elena... como Elena de Troya...
Aitor Larramendi concluyó que los transgresores no se conocían antes de cometer el delito y debió admitir, a regañadientes, que no hubo premeditación ni alevosía en sus actos.
Aquel sábado memorable Elena Etxebarría iba a casarse con su novio de toda la vida, un buen hombre que trabajaba en la modesta panadería de su padre y había sido nada menos que arquero del equipo de fútbol del Colegio San Ignacio de Loyola. Sin embargo, según averiguó el inspector al interrogar astutamente al jesuita que iba a desposarlos, así como a varios testigos presénciales, la boda de Elena Etxebarría y el futbolista nunca se llevó a cabo.Le contaron que la novia entró trastabillando a la iglesia, sostenida apenas por el brazo poderoso de su hermano mayor, con una hora de atraso y sollozando como viuda. Su llanto impedía oír con claridad los acordes de la marcha nupcial en el órgano. Otro indicio de que la novia no estaba en sus cabales fue que antes de llegar al altar se quitó los zapatos, lanzándolos lejos de dos patadas, y la evidencia final de su descontento se produjo cuando de súbito dio media vuelta y salió disparada del templo, dejando al futbolista, al oficiante y al resto de la concurrencia en un palmo de narices.
No volvieron a saber de ella hasta el día siguiente, cuando apareció su fotografía en El Correo bajo el título de «Los Misteriosos Amantes del Guggenheim».
—Repito: ¿dónde se conocieron? —insistió el detective.
—En la barra del bar de Iñigo y apenas la vi me llamó la atención —dijo Pedro Berastegui en su testimonio.
—¿Por qué? —preguntó el detective Aitor Larramendi,
—¿Por qué , qué?
—Por qué te llamó la atención, hombre.
—Bueno, no se encuentran a cada rato tías vestidas de novia, llorando y bebiendo como cosacos en un bar.
—¿Qué hiciste entonces?
—Le hablé.
—Sigue.
—Ella me lanzó una mirada y me enamoró. Así no más fue, se lo juro. Tenía el maquillaje hecho una porquería, parecía un payaso, pero esos ojos verdes de faraona se me clavaron en el corazón. Se lo digo, inspector, nunca me había pasado algo así. Sentí un corrientazo brutal, como meter el dedo en un enchufe.
--¿Y ella?
—Ella puso la cabeza en mi pecho y siguió llorando como una cría. No supe qué hacer. Después de un rato me la llevé al baño y le lavé la cara. Le pregunté por qué lloraba tanto y me dijo que su novio era un cretino sin remedio. Entonces le ofrecí casarme con ella allí mismo.
—Estaban ebrios, claro.
—Ella estaba un poquín mareada, pero yo no bebo. Soy abstemio, que le dicen. Me había fumado un pito, pero de alcohol, nada. Al bar fui sólo a cobrarle a Iñigo una apuesta que habíamos hecho por lo del Sumo Pontífice.
—¿Qué te contestó ella?
—Dijo que bueno, que se casaría conmigo para aprovechar el vestido. Después me besó de lleno en la boca.
—¿Y tú?
—La besé también ¿no habría hecho usted lo mismo? No podíamos despegarnos, nos besábamos apurados, desesperados. Fue amor a primera vista, como en el cine.
—¿Entonces?
—Entonces interrumpió el pesado de Iñigo y nos echó a la calle, dijo que nos fuéramos a un motel, que éramos unos desvergonzados. Todo para no pagarme la apuesta.
—Sigue.
—Nos fuimos. Echamos a andar sin rumbo, andábamos buscando una tasca para reponer un poco el cuerpo, nos habría venido bien un bocadillo, pero no encontramos ninguna. Se largó a llover suavecito y no teníamos paraguas; la cubrí con mi chaqueta, pero no había modo de evitar que se le arruinara el vestido. Quise llevarla a mi piso, pero me acordé que mi madre estaría con mis tíos viendo la tele, por el escándalo del Papa ¿sabe?
—Sí, hombre, ya lo sé.
—Entonces el museo se me apareció por delante, como un truco de ilusionismo. ¡Una maravilla! Y Pedro Berastegui enmudeció, perdido en los recuerdos de su espléndida noche.
—Continúa, carajo! —lo conminó el detective.
—Se me ocurrió que allí podíamos cobijarnos y corrimos por esa larga explanada que hay frente a las puertas del museo, la conoce ¿verdad?—¿Nadie los detuvo?
--¿Dónde estaban los guardias?
—No había nadie, lo que se dice nadie, inspector.
--¿Y?-
—Se lo dije, apenas tocamos la puerta se abrió, invitándonos a entrar. Ella me besó de nuevo y me dijo que quería cruzar el umbral en brazos, como una novia de verdad. Traté de levantarla pero me enredé en la cola del vestido y nos caímos, muertos de risa. Quisimos ponernos de pie y resbalamos de nuevo, por último entramos a gatas, besándonos y riéndonos y tocándonos por todas partes. Ahora sé cómo es la locura de amor, inspector. Yo nunca había...
—Vas a decirme que no averiguaste su nombre ni por qué andaba vestida de novia? —lo interrumpió el detective, quien llevaba veintitrés años de aburrido matrimonio y en el fondo no deseaba enterarse de placeres que tal vez nunca podría experimentar.
—No se me ocurrió, es la verdad, inspector. Además yo no soy hombre de muchas palabras, voy directo al grano ¿me entiende?
Larramendi también es de los que prefieren ir directo al grano, pero después, al interrogar a Elena Etxebarría, se propuso utilizar cierta sutileza con el fin de no asustarla.
—Eres puta? —le preguntó.
La chica, sentada muy tiesa en una silla de la clínica de rehabilitación, con su bata de loca y el cabello recogido en una larga cola de caballo, se echó a llorar, humillada. Entre hipos manifestó que se había educado en las monjas, había preservado intacta su virginidad hasta la noche del museo y no pensaba tolerar que un macaco bigotudo y patizambo la insultara de gratis, qué se había imaginado, a ver qué harían sus tres hermanos cuando lo supieran.
—Bueno, niña, cálmate. Es una pregunta de rutina, sin mala intención. Es que me parece un poco raro que Berastegui y tú hicieran lo que hicieron así no más, sin ser presentados, sin saber ni el nombre del otro, nada...
—Fue como si nos conociéramos de siempre, inspector, como si hubiéramos estado juntos en otra vida. ¿Usted cree en la reencarnación?
—No. Soy cristiano.
—Yo también, pero una cosa no quita la otra, si usted lo piensa bien. Al momento de cruzar el umbral del museo fue como si estuviéramos casados ante Dios y el registro civil —dijo Elena y procedió a contarle que con su novio, el de antes, el futbolista, no sentía nada.
—¿Se imagina, inspector? Así es el destino. Si no salgo escapando de la iglesia y no entro en ese bar, no habría conocido nunca el amor verdadero —agregó.
—Esto no es amor, mujer, es lujuria, es puro delirio etílico. ¿Cómo explicas que ustedes dos pasaran la noche entera dando brincos por el museo y no quedaran grabados en las cámaras de vídeo?
—Tal vez nos volvimos transparentes...
—Mucho cuidado con el sarcasmo!
—No sabe que el Guggenheim está embrujado, inspector?
—Qué brutalidades dices? ¡Es el museo más moderno del mundo! —la interrumpió el detective Aitor Larramendi, aunque sabía muy bien a qué se refería la joven de los ojos verdes. Los rumores habían circulado apenas comenzó la construcción del edificio: decían que era humanamente imposible hacer algo de tal belleza sin pactar con las fuerzas del Otro Lado.
—Ese edificio está erizado de alarmas. No me explico cómo ninguna funcionó,
—¿Está seguro de que estábamos en el museo?
—Me estás tomando el pelo?
—Se lo pregunto en serio, inspector. Si estaba cerrado, como dice, y si no sonaron las alarmas, tal vez nunca estuvimos allí. La verdad es que donde hicimos el amor no parecía un museo, lo recuerdo como un palacio de cristal, una ciudadela de otro planeta, como las que salen en las películas.
—¿Cómo así? —preguntó Larramendi también por rutina, porque ya estaba cansado de todo ese asunto.
—Por las ventanas veíamos caer diamantes, había una música de cascada...
—Lluvia, hija, era lluvia.
—Y un olor tenue de ciruelas maduras.
—Serían las rosas de tu ramo.
—No. Eran ciruelas. ¿Ha olido las ciruelas en verano, inspector? Es una fragancia espesa, deja la boca llena de urgencias.
—Está bien, olía a ciruelas.
—Usted dice que nos metimos en el Guggenheim, pero yo le digo que estábamos en un lugar fantástico, no había paredes, sólo vastos espacios de luz
—Los muros son de cemento, Elena.
—Créame, eran salas imaginarias, palpitantes y mórbidas. No sólo se oía el agua, estoy segura de que algo vibraba en el aire, como un murmullo, como ese río de palabras que se dicen sin pensar cuando uno hace el amor. ¿Sabe a qué me refiero?
--No.
—Lástima, Bueno, entonces empezamos a flotar.
—¿Cómo es eso de flotar?
—¿Nunca ha estado enamorado, inspector?
—Aquí las preguntas las hago yo ¿entendido?
—Íbamos flotando, de la mano, llevados por una brisa que inflaba los velos de mi vestido.
—Dentro del edificio no hay brisa. Sería la calefacción.
—Eso mismo, inspector. Pedro, ¿así me dijo que se llama no?, se despojó de los pantalones, la camisa, los calzoncillos y su ropa también flotaba, como globos de cumpleaños.
—Actos indecentes en un lugar público—determinó enfático el inspector.
—No había público. Pedro quiso quitarme el vestido, pero no pudo desabrocharlo. Esos botoncitos son imposibles ¿sabe?
—¿Vas a decirme que seguían volando como moscas?
—Así mismo. Una vez que recorrimos todas las salas y nos metimos dentro de las pinturas y nos bebimos los colores y jugamos en el laberinto y bailamos con las esculturas, entonces aterrizamos.
—¿Dónde exactamente? —quiso averiguar Aitor Larramendi.
—¡Qué sé yo!
El mastín de Bilbao suspiró: la muchacha tenía menos cerebro que un pollo.
Volvió al cuartel, donde Pedro Berastegui, todavía esposado, bebía café y comentaba el escándalo del Papa con dos detectives de turno. Larramendi no era partidario de confraternizar con los detenidos, porque se perdía autoridad y se violaba el reglamento. Después de arrebatarle el vaso de cartón de las manos, condujo de un ala al joven rumbo al cuarto verde de los interrogatorios.
—Así es que no le preguntaste el nombre a la chica —lo espetó, retornando sus preguntas donde las había dejado horas antes.
—No hubo tiempo para mucha conversación, estábamos algo ocupados ¿sabe?
—Haciendo el amor como perros —lo interrumpió el inspector.
—Como ángeles, diría yo.
—Como un par de enajenados en pelotas.
—Yo sí, lo admito, pero ella tenía puesto el vestido y estaba cubierta por sus cabellos sueltos. ¿Vio qué lindo pelo tiene? Pura seda, como de muñeca.
—Ahórrate las metáforas, Berastegui. ¿Cómo desconectaste las alarmas y los televisores?
—Yo no toqué ninguna cosa. En ese museo pasan cosas raras. Mi tío, el cojo, hermano de mi madre, tuvo que ir a reparar el ascensor la noche del Viernes Santo y dice que con sus propios ojos vio a una estatua moverse.
—¿Cuál?
—Una de esas torcidas con intestinos.
—¿Cómo se llama tu tío?
—No se meta con mi familia, inspector —replicó Pedro Berastegui, terminante.
El muchacho corroboró punto por punto las declaraciones de Elena Etxebarría. A pesar de su astucia legendaria para sorprender a los sospechosos en contradicciones fatales, Aitor Larramendi debió admitir que carecía de pruebas para mandar a ese par a la cárcel por algunos meses, como seguramente merecían. Sin embargo, la derrota no lo puso de mal humor, por el contrario, debió hacer un esfuerzo para dominar la ligereza en los pies y el asomo de sonrisa que pugnaban por delatar su verdadero estado de ánimo. Por primera vez su oxidado corazón de policía se regocijó ante un delito impune. Mal que mal, dedujo, se trataba de un vicio de amor, Muchos sostenían, como el tío cojo de Pedro Berastegui, que por la noche en el museo las estatuas bailaban la conga, las figuras salían de las pinturas a pasear por las salas y el espacio se llenaba de espíritus juguetones. Entre las conjeturas que se hizo el sagaz detective, estaba la posibilidad de que los amantes hubieran ingresado al Guggenheim en el instante preciso en que el edificio entraba en la dimensión de los sueños y así cayeron, sin proponérselo, en el tiempo que no marcan los relojes. Sería difícil explicar esta teoría a sus superiores, concluyó el detective pisando la colilla de su cigarro, pero con un poco de suerte tal vez no habría necesidad de hacerlo. Era época de elecciones, había problemas con los terroristas y huelga del Servicio Nacional de Salud, la situación no daba para perder el tiempo con enamorados mágicos. El Guggenheim no era más que un museo y ¿a quién le importa el arte? Si los chicos hubieran violado la seguridad del Banco de Bilbao, eso ya sería otra cosa.
Pocos días más tarde Aitor Larramendi cerró la carpeta del caso y la colocó al fondo del armario de los asuntos indefinidamente postergados, donde la lenta piedra de moler de la burocracia acabaría por reducirla a polvo. La prensa, ocupada todavía con el escándalo del Vaticano, olvidó pronto a los misteriosos amantes del Guggenheim. El más afectado fue el director del museo, quien no logró quitarse la angustia, a pesar de que reemplazó a los guardias, instaló un nuevo sistema de seguridad y contrató a una célebre psíquica holandesa para desembrujar el museo.En cuanto a los protagonistas de aquel escándalo de amor, digamos simplemente que cuando Elena Etxebarría recogió el vestido de novia de la tintorería, Pedro Berastegui la esperaba en la esquina con un ramo de rosas frescas en la mano.

Isabel Allende

lunes, 7 de enero de 2008

Las Navidades se van...y con ellas María

El primer síntoma de que las Navidades se van, es que María se vuelve a Barcelona. Y aunque este año la Semana Santa llega enseguida, la verdad es que uno se acostumbra a descolgar el teléfono, llamarla y verla a los 5 minutos. Volveremos a las llamadas interminables contándonos cosas del día a día, insignificantes pero a la vez imprescindibles, a escribirnos cartas contando cosas más especiales y a vivir momentos pensando:"me gustaría que la otra estuviera aquí". Echaré de menos esas conversaciones sobre el futuro nebuloso de nuestras vidas. Pero somos especialistas en relaciones a distancia y de momento no nos ha ido tan mal, así que sólo decirle que la echaremos mucho de menos, como siempre. Esta vez no hay sms de rigor, pero a cambio hay post. Creo que sales ganando. Y piénsate lo de venirte a París, que si te das cuenta sólo hemos hecho un par de viajes juntas y nunca al extranjero. Y cuídate mucho, niña.

p.D. Y cuidame la patata

Día de Reyes

Pues la verdad es que los Reyes, aparte de otras muchas cosas, nos ha traído cosas dulces. Por la mañana mi abuela, que es una bendita, nos ha hecho unas torrijas y un chocolatito para guardar la línea. Y estaba increíble.


Y luego, como no podía ser de otra manera el famoso Roscón de Reyes. Su origen se remonta a las fiestas romanas al dios Saturno para conmemorar la llegada de los días largos tras el solsticio de invierno. En el siglo XVIII, Felipe V importó el roscón de Francia a España para culminar las fiestas navideñas, convirtiéndose desde entonces en una bonita tradición que ha llegado hasta nuestros días.

Así que menos mal que María nos ha regalado un bono para el gimnasio. Hay que empezar a bajar los excesos de estos días. Espero que los Reyes hayan sido generosos con todos vosotros.


*Y un besazo para Nuria en este día triste. Hemos empezado mal el año pero seguro que mejora. Ya sabes donde estoy para lo que necesites niña. Mil besos.

sábado, 5 de enero de 2008

Reyes para todos

Ojalá que en una noche como la de hoy todos los niños del mundo recibieran un regalo. Ojalá que solamente con un regalo se terminara de colmar sus necesidades. Ojalá que los Reyes llevarán alimentos y agua a aquellos que más lo necesitan. Eso sería lo que yo les pediría a los Reyes. También a los gobiernos de todo el mundo.

jueves, 3 de enero de 2008

Aqua

Hubo un tiempo en el que todas las niñas querían ser Barbies. Y ellos pusieron letra y música a ese sueño.



Luego todas queríamos ser secuestradas por una tribu mientras esperabamos que el Dr. Jones nos salvara.



Y luego el resto de canciones simplemente nos acompañaron durante aquel 1996.









¿Cuántas veces habremos bailado estas canciones?

miércoles, 2 de enero de 2008

Nuria

Ayer, a pesar de que fue 1 de Enero, vino Papá Noel. O más bien Mamá Noel. Llegó un momento en la noche, trás bailes, brindis, risas, en el que Nuria nos dijo que nos había preparado una sorpresa. Cada una recibimos un paquetito envuelto, en cuyo interior había un cd. Y ella puso uno de ellos en el reproductor. Nos había preparado un montaje de fotos, con música y texto que reunían los casi 10 años de vivencias que hemos compartido. Imaginaros la emoción. Reunía desde aquellas épocas en el instituto, hasta los últimos momentos vividos juntas. Y la verdad es que hemos pasado por momentos muy felices, también muy duros, pero una cosa está clara: qué siempre, siempre, está ahí. Y aunque las quiero a las cuatro muchísimo, hoy me quiero centrar en Nuria.
Mentiría si dijera que cuando conocí a Nuria supe que ibamos a ser grandes amigas. Es más, nos odiabamos. Creo que fue porque eramos muy iguales. Pero después de dos años de desencuentros, en 4º de la ESO, comenzamos a congeniar y ya desde entonces no pudimos separarnos. Recuerdo que al principio quería ser periodista, pero luego quiso estudiar derecho y ahora está a punto de acabar la carrera (siempre le digo, para hacerle rabiar, que yo la veré siempre de reportera tras la noticia). Imaginaros nuestra sorpresa cuando descubrimos que habíamos coincidido de muy pequeñas en alguna celebración (algún cumpleaños de una prima mía, un bautizo del que hay un vídeo que es mortal, jeje). No lo podíamos creer. Creo que desde nuestro período de odio bilateral, no me he enfadado en mi vida con ella. Y cómo sé que es una lectora habitual del blog, aunque bastante silenciosa, quiero devolverle aquí algo de lo que nos dio ayer con el regalo y de lo mucho que me ha dado a mí en la vida. Mil gracias por todas las risas, por todo el apoyo en los momentos chungos, por ser como eres, por estar siempre, por no cambiar, por ser mi amiga, por darme consejos, por contar con los míos, por escucharme, por tenerme en tu vida. Gracias.